Queridos amigos:
Ahora tengo menos tiempo que antes para
dedicar a este blog, por ese motivo podré
publicar un post cada tanto. Aprovecho la oportunidad para agradecer a los
queridos amigos que siempre pasan por acá, dejando sus cálidos saludos y
gentiles comentarios.
Esta vez les quiero contar que hace algunos
días me ha sucedido un episodio que me ha turbado mucho, y que me ha hecho
reflexionar intensamente, buscando respuestas. Un sacerdote durante la
confesión me ha dicho: “en la lectura de hoy San Pablo dice que las esposas
tienen que ser sometidas al marido. Sé sometida con tu marido”. Yo delante
al sacerdote me he quedado en silencio, no dije nada, si bien no estaba
convencida sobre lo que me decía, tal vez él se dio cuenta, porque lo vi
bastante nervioso. Luego la confesión
terminó normalmente.
Después,
yo he seguido reflexionando y haciéndome preguntas, en efecto sabía que el
cristianismo siempre ha elevado la dignidad y el valor de la mujer, entonces no
podía entender lo que me fue dicho por un sacerdote católico. Por este motivo
he leído diversos textos, hasta que encontré la explicación satisfactoria de
aquel párrafo de la Biblia en la CARTA APOSTÓLICA MULIERIS DIGNITATEM
(Dignidad de la mujer) de Juan Pablo II, escrita con ocasión del año Mariano.
Aconsejo especialmente a todas las mujeres que
lean y guarden como un tesoro este
documente de nuestro gran Papa Santo, que se encuentra en este link,
para que eviten las perplejidades y dudas que yo he tenido.
A continuación trascribiré algunos párrafos
del capítulo VII titulado LA IGLESIA - ESPOSA DE CRISTO, donde encontré la
respuesta que buscaba bajo el título “La
«novedad» evangélica”:
El autor de la Carta a los Efesios no ve ninguna
contradicción entre una exhortación formulada de esta manera y la constatación
de que «las mujeres (estén sumisas) a sus maridos, como al Señor, porque el
marido es cabeza de la mujer» (5, 22-23a). El autor sabe que este
planteamiento, tan profundamente arraigado en la costumbre y en la tradición
religiosa de su tiempo, ha de entenderse y realizarse de un modo nuevo: como
una «sumisión recíproca en el temor de Cristo» (cf. Ef 5, 21),
tanto más que al marido se le llama «cabeza» de la mujer, como Cristo
es cabeza de la Iglesia, y lo es para entregarse «a sí mismo por ella» (Ef 5, 25),
e incluso para dar la propia vida por ella. Pero mientras que en la relación
Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer
la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca.
En
relación a lo «antiguo», esto es evidentemente «nuevo»: es la novedad
evangélica. Encontramos diversos textos en los cuales los escritos apostólicos
expresan esta novedad, si bien en ellos se percibe aún lo «antiguo», es decir,
lo que está enraizado en la tradición religiosa de Israel, en su modo de
comprender y de explicar los textos sagrados, como por ejemplo el del Génesis (c.
2)[49].
Las
cartas apostólicas van dirigidas a personas que viven en un ambiente con el
mismo modo de pensar y de actuar. La «novedad» de Cristo es un hecho;
constituye el inequívoco contenido del mensaje evangélico y es fruto de la
redención. Pero al mismo tiempo, la convicción de que en el matrimonio se da la
«recíproca sumisión de los esposos en el temor de Cristo» y no solamente la
«sumisión» de la mujer al marido, ha de abrirse camino gradualmente en los
corazones, en las conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. Se
trata de una llamada que, desde entonces, no cesa de apremiar a las
generaciones que se han ido sucediendo, una llamada que los hombres
deben acoger siempre de nuevo. El Apóstol escribió no solamente que: «En
Jesucristo (...) no hay ya hombre ni mujer», sino también «no hay esclavo ni
libre». Y sin embargo ¡cuántas generaciones han sido necesarias para que,
en la historia de la humanidad, este principio se llevara a la práctica con la
abolición de la esclavitud! Y ¿qué decir de tantas formas de esclavitud a las
que están sometidos hombres y pueblos, y que todavía no han desaparecido de la
escena de la historia?
Pero el
desafío del «ethos» de la redención es claro y definitivo. Todas las razones en favor de la
«sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el
sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo». La medida
de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que
es el Esposo de la Iglesia, su Esposa.
En el Cap. III bajo el título
IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS, el Papa Santo explica que el hombre y la mujer
son imagen de Dios.
Hemos de situarnos en el contexto de aquel
«principio» bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre como
«imagen y semejanza de Dios» constituye la base inmutable de toda la antropología cristiana[22]. «Creó pues Dios al ser humano a imagen
suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gén 1, 27 ). Este
conciso fragmento contiene las verdades antropológicas fundamentales: el hombre
es el ápice de todo lo creado en el mundo visible, y el género humano, que
tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona
todo la obra de la creación; ambos son seres humanos en
el mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fueron creados a imagen de Dios. Esta imagen y
semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a sus descendientes
por el hombre y la mujer, como esposos y padres: «Sed fecundos y multiplicaos y
henchid la tierra y sometedla» (Gén 1, 28). El
Creador confía el «dominio» de la tierra al género humano, a todas las
personas, tanto hombres como mujeres, que reciben su dignidad y vocación de
aquel «principio» común.
Y después sigue diciendo que,
La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado
como hombre y mujer (por la analogía que se presupone entre el Creador y la
criatura), expresa también, por consiguiente, la «unidad de los dos» en la
común humanidad. Esta «unidad de los
dos», que es signo de la comunión interpersonal, indica que en la
creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión
divina («communio»). Esta semejanza se da como cualidad del
ser personal de ambos, del hombre y de la mujer, y al mismo tiempo como una
llamada y tarea. Sobre la imagen y semejanza de Dios, que el género humano
lleva consigo desde el «principio», se halla el fundamento de todo el «ethos» humano.
El Antiguo y el Nuevo Testamento desarrollarán este «ethos», cuyo vértice es el mandamiento
del amor .
En la «unidad de los dos» el hombre y la mujer son llamados desde su origen
no sólo a existir «uno al lado del otro», o simplemente «juntos», sino que son
llamados también a existir recíprocamente, «el uno para el otro».
En el capítulo IV bajo el título “ EVA – MARÍA”, Juan Pablo II explica que,
El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad,
como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y
semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a
existir «para» los demás, a convertirse en un don.
En el capítulo III bajo el
título “IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS”, agrega que,
Esto concierne a cada ser humano, tanto mujer como
hombre, los cuales lo llevan a cabo según su propia peculiaridad. En el ámbito
de la presente meditación acerca de la dignidad y vocación de la mujer, esta
verdad sobre el ser humano constituye el punto de partida indispensable. Ya el Libro del Génesis permite captar, como un primer esbozo, este carácter esponsal
de la relación entre las personas, sobre el que se desarrollará a su vez la
verdad sobre la maternidad, así como sobre la virginidad, como dos dimensiones
particulares de la vocación de la mujer a la luz de la Revelación divina. Estas
dos dimensiones encontrarán su expresión más elevada en el cumplimiento de la «plenitud de los tiempos» (cf. Gál 4, 4), esto es, en la figura de la «mujer» de
Nazaret: Madre-Virgen.
Juan Pablo II en el capítulo IV explica que,
La
descripción bíblica del Libro del Génesis delinea la verdad
acerca de las consecuencias del pecado del hombre, así como indica igualmente
la alteración de aquella originaria relación entre el
hombre y la mujer, que corresponde a la dignidad personal de cada uno
de ellos. El hombre, tanto varón como mujer, es una persona y, por consiguiente, «la
única criatura sobre la tierra que Dios ha amado por sí misma»; y al mismo
tiempo precisamente esta criatura única e irrepetible «no puede encontrar su
propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»[32]. De
aquí surge la relación de «comunión», en la que se expresan la «unidad de los
dos» y la dignidad como persona tanto del hombre como de la mujer. Por tanto,
cuando leemos en la descripción bíblica las palabras dirigidas a la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te
dominará» (Gén 3, 16), descubrimos una ruptura y una constante
amenaza precisamente en relación a esta «unidad de los dos», que corresponde a
la dignidad de la imagen y de la semejanza de Dios en ambos. Pero esta amenaza
es más grave para la mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por
consiguiente, al vivir «para» el otro aparece el dominio: «él te dominará».
Este «dominio» indica la alteración y la pérdida de la
estabilidad de aquella igualdad fundamental, que en
la «unidad de los dos» poseen el hombre y la mujer; y esto, sobre todo, con
desventaja para la mujer, mientras que sólo la igualdad, resultante de la
dignidad de ambos como personas, puede dar a la relación recíproca el carácter
de una auténtica «communio personarum». Si la violación de esta igualdad,
que es conjuntamente don y derecho que deriva del mismo Dios Creador, comporta
un elemento de desventaja para la mujer, al mismo tiempo disminuye también la
verdadera dignidad del hombre. Tocamos aquí un punto extremadamente
delicado de la dimensión de aquel «ethos», inscrito originariamente
por el Creador en el hecho mismo de la creación de ambos a su imagen y
semejanza.
Esta
afirmación del Génesis 3, 16 tiene un alcance grande y
significativo. Implica una referencia a la relación recíproca del hombre y de
la mujer en el matrimonio. Se trata del deseo que nace en el clima del amor esponsal, el cual
hace que «el don sincero de sí misma» por parte de la mujer halle respuesta y
complemento en un «don» análogo por parte del marido. Solamente basándose en
este principio ambos —y en particular la mujer— pueden «encontrarse» como
verdadera «unidad de los dos» según la dignidad de la persona. La unión
matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera
subjetividad personal de ambos. La mujer no puede convertirse en
«objeto» de «dominio» y de «posesión» masculina. Las palabras del
texto bíblico se refieren directamente al pecado original y a sus consecuencias
permanentes en el hombre y en la mujer. Ellos, cargados con la
pecaminosidad hereditaria, llevan consigo el constante «aguijón del
pecado», es decir, la tendencia a quebrantar aquel orden moral que
corresponde a la misma naturaleza racional y a la dignidad del hombre como
persona. Esta tendencia se expresa en la triple concupiscencia que
el texto apostólico precisa como concupiscencia de los ojos, concupiscencia de
la carne y soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2, 16). Las palabras
ya citadas del Génesis (3, 16) indican el modo con que esta
triple concupiscencia, como «aguijón del pecado», se dejará sentir en la
relación recíproca del hombre y la mujer.
[…]
Por tanto, también la justa oposición de la mujer frente a lo que expresan
las palabras bíblicas «el te dominará» (Gén 3, 16) no puede de
ninguna manera conducir a la «masculinización» de las mujeres. La mujer —en
nombre de la liberación del «dominio» del hombre— no puede tender a apropiarse
de las características masculinas, en contra de su propia «originalidad»
femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a
«realizarse» y podría, en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial. Se trata de una
riqueza enorme. En la descripción bíblica la exclamación del primer hombre, al ver
la mujer que ha sido creada, es una exclamación de admiración y de encanto, que
abarca toda la historia del hombre sobre la tierra.
Los recursos personales de la
femineidad no son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son
sólo diferentes. Por consiguiente, la mujer —como por su parte también el
hombre— debe entender su «realización» como persona, su dignidad y vocación,
sobre la base de estos recursos, de acuerdo con la riqueza de la femineidad,
que recibió el día de la creación y que hereda como expresión peculiar de la
«imagen y semejanza de Dios».
Solamente de este modo puede ser superada también aquella herencia del pecado que está contenida
en las palabras de la Biblia: «Tendrás ansia de tu marido y él te dominará». La
superación de esta herencia mala es, generación tras generación, tarea de todo
hombre, tanto mujer como hombre. En efecto, en todos los casos en los que el
hombre es responsable de lo que ofende la dignidad personal y la vocación de la
mujer, actúa contra su propia dignidad personal y su propia vocación.
P.S. Por favor difundan este
post en vuestros blogs y redes sociales, para que todos sepan, y no se repitan
episodios similares como el que me sucedió a mí.
Nessun commento:
Non sono consentiti nuovi commenti.